EL DESCUBRIMIENTO E INTERPRETACIÓN DE AKHENATÓN EN LA ÉPOCA CONTEMPORÁNEA.

Del libro: Akhenatón, el primer faraón monoteísta de la historia.

Akhenatón fue condenado por sus contemporáneos, pero sobre todo sus antecesores, a las sombras del olvido de la historiografía faraónica oficial, debido a lo cual faltó por completo – o casi- de la herencia antigua recibida en la era moderna. Sería un error creer que Occidente tuvo conocimiento alguno sobre el pasado faraónico antes de que Jean François Champollion descubriera, en septiembre de 1822, la clave del sistema de escritura jeroglífica. Los «autores clásicos» (griegos y latinos) habían transmitido a la Época Moderna una cantidad impresionante de información, más o menos correcta, sobre la civilización egipcia, que en su mayoría tenían en alta estima. Gracias a esta literatura, tan valorada en la época para hacer renacer la Antigüedad, desde el siglo XV los eruditos conocían a un buen número de faraones, como Mikerinos, Sesostris o Ramsés. De hecho, es indudable que de no haber conocido la existencia y el nombre de Ramsés y Tutmosis, Champollion hubiera sido incapaz de realizar su célebre descubrimiento, elemento fundacional de la ciencia egiptológica. No obstante, Akhenatón no tuvo derecho a esta preservación historiográfica y, privado desde la Antigüedad de toda posteridad oficial, antes de poder ser restituido en su contexto hubo de ser descubierto. Este proceso tardó un cierto tiempo y, en una obra de estas características, merece que nos detengamos un poco en él; pues la historia del descubrimiento de Akhenatón ha influido considerablemente en el concepto que hoy día se tiene de este faraón tan particular.

La mención más antigua que conservamos: bajo los rayos del dios sol.

Las ironías que tiene la Historia han hecho que, en el estado actual de nuestros conocimientos, la más antigua de las menciones modernas que se han conservado de Akhenatón se remonte, precisamente, al reinado de otro rey-sol: Luis XIV. Tras la firma del Tratado de las Capitulaciones entre Francisco I y Solimán el Magnífico, sultán de Estambul, Francia dispuso de un cónsul en El Cairo, a quien Luis XIV, por mediación de Colbert, enviaba instituciones para recoger antigüedades egipcias. No obstante, al contrario de lo que podría creerse, no fue de este modo como la Francia del Rey Sol entró en contacto con el Egipto del «bello hijo de Atón». Este primer contacto se debe al padre Claude Sicard, superior de la misión jesuita en El Cairo.

Nacido en Aubagne el 6 de marzo de 1676 y muerto en El Cairo el 12 de abril de 1726, Claude Sicard es conocido por los numerosos viajes que efectuó por Oriente a partir de 1706, sobre todo en Egipto, donde intentó que la iglesia copta se incorporara a la Unión de Iglesias, al tiempo que manifestaba un extraordinario interés por el patrimonio arqueológico e histórico del país. De hecho, tenía pensado redactar una importante obra sobre los monumentos del antiguo Egipto, que en esa época comenzaba a generar cada vez más entusiasmo en Europa; pero no pudo llevar el proyecto a buen término al ver interrumpida su vida a la edad de cincuenta años, tras haber contraído la enfermedad durante una epidemia de peste. Con todo, fue uno de los primeros occidentales en aventurarse en las regiones más remotas de Egipto, más allá del Delta y El Cairo, que por entonces los europeos dejaban atrás en muy raras ocasiones. Fue así como en 1718 identificó el emplazamiento de Tebas, de los colosos de Memnón e incluso del Valle de los Reyes. Los conocimientos que de este modo fue acumulando y los relatos de sus peregrinaciones eran muy apreciados en la corte francesa, como atestigua, por ejemplo, la larga relación del viaje que dirigió en junio de 1716 al conde de Toulouse, hijo del rey y gran admirador de las obras e investigaciones del padre Sicard. Gracias a esta carta sabemos que en noviembre de 1714 este se encontraba en la región de Mallaui (ligeramente al norte de Amarna), tenida por muy hostil si hemos de creer a sus contemporáneos Frederic Louis Norden y Paul Lucas (nacido en Ruan y anticuario del rey), pero que entonces como hoy contaba con una comunidad copta bastante numerosa. Estando allí se le indicó el camino hacia un «monumento singular», que su «guía» deseaba que viera «y que en efecto merece ser visto». Esta es la descripción que da del mismo, muy reveladora de la percepción que un hombre de su tiempo podía tener de un documento semejante, surgido del pasado faraónico, tan mal conocido todavía:

«Se trata de un sacrificio ofrecido al sol. Está representado en semirelieve sobre una gran roca, cuya solidez bien ha podido defender el semirelieve contra las injurias del tiempo; pero no contra el hierro, del cual se han servido los árabes para destruir lo que vemos cortado en la figura de este sacrificio. Lo he dibujado tal cual lo he visto. La roca que he mencionado formaba parte de un gran peñasco, que se encuentra en medio de una montaña. Se necesitó mucho tiempo y un duro trabajo para conseguir hacer en este peñasco un hueco de cinco o seis pies de profundidad, por unos cincuenta de anchura y de altura. En este basto nicho excavado en el peñasco se encuentran encerradas todas las figuras que acompañan a este sacrifico al sol. Primero se ve un sol rodeado por una infinidad de rayos de quince o veinte pies de diámetro. Dos sacerdotes de tamaño natural, tocados con unos gorros puntiagudos, estiran las manos hacia el objeto de su adoración. La punta de sus dedos toca el extremo de los rayos de sol. Dos niños pequeños, con la cabeza cubierta de igual modo que los sacerdotes, se encuentran a su lado y cada uno le presenta dos grandes cubiletes llenos de licor. Por encima del sol hay tres corderos degollados y tendidos sorbe tres hogueras, compuesta cada una por diez pedazos de madera. Debajo de las hogueras hay siete jarras con asas. Al otro lado del sol, del lado contrario a los sacrificadores, hay dos mujeres y dos niñas en relieve completo, unidas a la roca sólo por los pies, y un poco por la espalda. En ellas se ven las marcas de los golpes de martillo que las decapitaron. Tras los dos niños pequeños hay una especie de cuadro repleto de numerosos rasgos jeroglíficos. Hay otros más grandes, esculpidos en otros lugares del nicho. Busqué por todas partes alguna inscripción, u otra cosa, que pudiera darme conocimiento sobre las distintas figuras, y sobre el uso que se quiso hacer, o al menos que me dijera el año en que la obra se realizó y el nombre del autor. No pude descubrir nada, de modo que dejo a los sabios, amantes de las antigüedades, la tarea de adivinar aquello que me ha quedado sin averiguar. Tras haber empleado tanto tiempo como fue necesario para dibujar fielmente la representación de este sacrificio ofrecido al sol, fui a pasar la noche a Mellawi.»

El egiptólogo Baudouin van de Walle, descubridor del texto, ha demostrado que el monumento descrito por Claude Sicard es sin ninguna duda la estela de frontera A de Amarna, cercana a Tuna el-Gebel. La ilustración que acompañaba a la relación el padre Sicard cuando fue publicada en 1717 tuvo bastante difusión al haber sido reproducida en el Supplément del conocido libro Antiquité expliqueé (Antigüedad explicada) de Bernard de Montfaucon (1724). Sim embargo, las diferencias existentes entre este grabado y el monumento original que se supone representa son muy notables.

Además de los errores de interpretación de Claude Sicard -tomar a Akhenatón y Nefertiti por dos sacerdotes con largos gorros puntiagudos o dos mujeres, a las princesas de la pareja real por dos niños pequeños e incluso a los panes ofrendados por corderos inmolados-, conviene señalar lo mucho que la imagen es propia de su época y del concepto que se tenía entonces del arte egipcio. Como ha señalado Baudouin van de Walle, resulta muy significativo que el disco solar de Atón, un sencillo disco abombado con el añadido de un uraeus visto de frente y que irradia sus rayos hacia abajo, sea reemplazado por un sol con rostro humano, cuyos rayos se propagan por toda su circunferencia, según un motivo muy de moda en la Europa del siglo XVI, sobre todo en relación a Egipto, y que después, en la época que nos ocupa, estuvo indisociablemente ligado a la simbología de la realeza de Luis XIV (muerto hacía solo dos años cuando apareció el grabado). Los pocos jeroglíficos que acompañan la escena también son notables, pues aparecen descolocados con respecto al original e incluso a la propia descripción del padre Sicard. Está claro que sólo sirven para dar un toque egipcio a la imagen; de hecho, son muy representativos del repertorio y la idea que se tenía de los jeroglíficos egipcios desde el siglo XV, sobre todo con el prótomo de animal sobre sus patas traseras visible en la esquina inferior izquierda de la escena, un jeroglífico inventado en el Renacimiento a partir de las descripciones aparecidas en los textos de la Antigüedad grecorromana. Por último, a pesar de las palabras de C. Sicard, que dejan bien claro que esas cuatro figuras son un «relieve completo, unidas a la roca sólo por los pies, y un poco por la espalda», el grupo escultórico al sur de la estela fue incluido en el relieve. Si bien el padre jesuita menciona en dos ocasiones el fiel dibujo que realizó de la estela, parece indudable que el grabado fue hecho por un ilustrador a partir de los datos proporcionados por C. Sicard, del mismo modo en que el mapa con el cual este acompañó la conferencia que impartió en la Academia sobre su viaje al Alto Egipto fue dibujado por el geógrafo parisino d’Anville, siguiendo instrucciones directas del aventurero jesuita.

Desde la perspectiva del descubrimiento de Akhenatón, y utilizando las palabras de Baudouin van de Walle, el grabado termina por demostrar su carencia de cualquier valor documental más allá de atestiguar junto al texto que lo acompaña este primer contacto, establecido por Claude Sicard. Es fácil de imaginar el uso que hubiera podido darle la ideología de Luis XIV, ese rey-sol que se consideraba el propagador del monoteísmo cristiano, al ejemplo precursor que podía ser Akhenatón, en una época en la cual el Egipto faraónico era concebido en Occidente como anunciador del cristianismo; pero nada sucedió. Forzoso resulta constatar que, pese al descubrimiento del padre Sicard, la comprensión que se tuvo de Akhenatón en esa época fue nula, exactamente igual que el conocimiento sobre su arte y su iconografía. Habría de transcurrir más de un siglo para que el mundo occidental descubriera realmente la particular expresión artística del reinado de Akhenatón.


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