LA HERENCIA DEL ANTIGUO EGIPTO: EL JUEGO DE LA OCA «RENOVADO POR LOS GRIEGOS»

Del libro: La herencia del Antiguo Egipto. De Christiane Desroches Noblecourt.
Sí, han leído bien: «El juego de la oca «renovado por los griegos»». Así que tendremos que remontarnos de nuevo en el tiempo, varios milenios, por las orillas del Nilo, si deseamos conocer su origen, puesto que, en efecto, se trata de un juego típicamente egipcio, cuya finalidad evidente es permitir que la oca de Amón (la Chenalopex, cuyo vuelo atraviesa el continente africano desde El Cairo hasta El Cabo) libere al sol de las tinieblas.

El origen del juego
Todo apunta a que el juego apareció, con su forma, antes del período histórico de la primera dinastía, cuando la escritura jeroglífica ya salía de sus balbuceos. Hoy todavía se conservan algunas de las tablas que servían como base de ese juego y que se remontan a la primera dinastía: los dos ejemplares mejor conservados se encuentran, uno, en el museo de Leiden, y el otro en el Museo del Louvre. El del Louvre fue tallado en un bloque de calcita, como una bandeja circular de unos setenta centímetros de diámetro provista de un pie que se ensancha, a modo de mesita. A veces, durante las dinastías siguientes, en el Imperio Antiguo, veremos aparecer en los muros de las capillas funerarias de Gizeh o de Sakkara, escenas que evocan el juego de la oca, en las que se representa a dos hombres sentados en el suelo, uno a cada lado de la mesilla. Para la vida cotidiana, tales objetos podían ser fabricados con terracota, pero, cuando formaban parte del mobiliario funerario, se tallaban en materiales más duraderos, a saber, en piedra.
¿Cuáles eran las piezas del juego? En primer lugar, un soporte estable y algunos peones, todo ello completado por un tercer grupo de elementos indispensables para echar las partidas; tabas o también pequeñas varillas bifaces que dirigían el avance o el retroceso de los peones o que imponían la suspensión provisional de una jugada.

«Este tablero provisto de un pie representa el largo cuerpo benéfico de la serpiente enroscada, la mehen. En la parte superior, aparece la oca dispuesta a «escupir» el sol. En el centro, la serpiente saca su lengua roja contra los eventuales enemigos del astro diurno. (Alabastro. I dinastía. Museo del Louvre.)»
La serpiente

A primera vista, los motivos decorativos del tablero recuerdan a los del juego de la oca, que hizo las delicias de nuestros antepasados: las sucesivas espirales del cuerpo de una serpiente larguísima y delgada -cuyo punto de partida, en el centro, es la cabeza del ofidio con los ojos abiertos de par en par, clavados en los jugadores-, y con la lengua fuera, en un gesto mágico muy conocido en la Antigüedad que aludía a la profilaxis. Los anillos de la serpiente están adornados con una serie ininterrumpida de casillas, a veces decoradas con algunas viñetas (¿pintadas?) que ilustran el desarrollo de una aventura salpicada de fortuna y de sinsabores, el más paralizante de los cuales, para el que se arriesga a entrar, es el pozo. Finalmente, al final del recorrido, ya cerca del fin de cola del reptil, en el exterior del último anillo, aparece una cabeza de oca con el pico bien visible.

«Detalle de la cabeza de la oca. En uno de los costados enroscados de la serpiente Mehen, aparece la cabeza de la oca de la que saldrá el sol para el ganador del juego. (Museo del Louvre).»
Las serpientes son muy numerosas entre los reptiles de las cálidas tierras de Egipto. Y, como cabe esperar, ocupan su lugar en la gramática de los motivos decorativos simbólicos. No todas ellas pueden causar una mordedura mortal, como es el caso de la cobra, tan peligrosamente majestuosa que llegó a convertirse en defensora de la corona. En la cima de las serpientes más nocivas se encuentra la cerasta o víbora cornuda, cuya mordedura resultaba mortal hasta hace unos cincuenta años. Evidentemente, no nos referimos a ese pequeño invertebrado del tamaño de una babosa voluminosa, de color gris verdoso, provista de una cabeza con una especie de diadema hecha de pequeñas asperezas puntiagudas.
Se trata, en el caso de este juego, de una serpiente mítica, la mehen, como un intestino inmenso cuya función es, entre otras cosas, sugerir los eventuales lugares del camino del difunto cuando deba emprender su viaje hacia esa eternidad ardientemente deseada. En las tumbas Del Valle de los Reyes, el sol emprende este último viaje nocturno en su barca, protegido por los meandros de la mehen que rodea su imagen humana con una cabeza de carnero. Esta eternidad debía de traducirse, para el muerto, en transformación, a través de su fusión con la luz deslumbradora. Cuando los múltiples obstáculos que salían a su paso habían sido superados, después de que las doce puertas, o las cavernas de la noche (a las que Dante aludiría más tarde), hubieran sido cruzadas, el milagro se consumaba: la oca solar podía dar a luz a su polluelo, el astro rejuvenecido.

Muchacha con polluelo.

«Una niña sujetando un polluelo; reaparecerá a su imagen para el renacimiento solar. (Pintura de una tumba, Tebas oeste. XVIII dinastía).»
Nacimiento de un hijo real.

«Entre los objetos del tesoro de Tutankamón, figuraba esta tapa decorada de una jarra cuya forma evocaba un nido con varios huevos. Uno de ellos ha sido roto por el pico de un polluelo, que pía su alegría de vivir y comienza a aletear. Así, el joven príncipe es hijo de la oca solar. (Tesoro de Tutankamón. XVIII dinastía. Museo de El Cairo.)»
La oca solar y la creación.
Así pues, se trataba de expresar una evidencia: la multiplicidad de perspectivas no era más que uno de los procedimientos habituales del simbolismo egipcio. A veces, el gran ganso podía también «cacarear» la Creación, pero la oca, (en una civilización donde las gallinas domésticas eran casi inexistentes) estará especialmente destinada a incubar el huevo de la Creación. De ahí que no resulte sorprendente encontrar, adornando la tapa de un bote para ungüentos del tesoro de Tutankamón, la imagen en relieve de un ansarón que pía, rodeado por los huevos de la nidada: por magia «simpática», el despertar del pequeño rey estaba asegurado. El ansarón solar, vinculado al príncipe real, es un símbolo tan evidente que a veces su imagen aparece sobrevolando la representación del rey-niño, mientras que la del soberano adulto suele estar protegida por el buitre. En tierra, utilizando ese juego, el vencedor obtendrá éxito y beneficios materiales. Cuando pase al reino de Osiris, tendrá que contar, en su equipo funerario, con esa herramienta mágica, que le resultará muy útil para ayudarle a ganar un lugar junto al demiurgo…pero volveremos a ello más adelante.
La gran nodriza real con su lactante principesco.

«La gran nodriza real tiene en su regazo al futuro Amenofis II. Para subrayar la corta edad del príncipe, éste no está dominado por el ave con cabeza de buitre que planea sobre los faraones, sino por el buitre con cabeza de ganso divino. (Tumba tebana, Tebas oeste. XVIII dinastía).»
Pendiente de Tutankamón.

«Esta joya del pequeño príncipe debería contener la imagen de un buitre, símbolo del rey. Al observarla, se advierte que la cabeza del rapaz ha sido sustituida por al de un polluelo de oca. (Oro y cristal azul transparente. XVIII dinastía. Museo de El Cairo).»
La importancia de los accesorios.


«Peón de juego con la imagen de un león. Con semejante imagen de defensor, su propietario podía esperar ser el ganador de la partida. (Marfil. I dinastía. Museo del Louvre.)»
Este juego, sin duda el más popular a orillas del Nilo, cruzó los siglos hasta nuestros días. Sus peones se personalizaron para diferenciar a los dos participantes, ya fuera marcándolos con el nombre de cada uno de ellos o bien modelándolos como figurillas individualizadas. El propietario del juego utilizará, por ejemplo, un león en posición de esfinge. Su compañero de juego, para diferenciarse, tomará el lugar del extranjero que se enfrentará a él. En el Museo del Louvre se conserva el peón de un juego que se remonta a la I dinastía. Es la imagen de una casa con tejado a dos aguas, como si fuera de una región más húmeda que la de Egipto y, por lo tanto, con frecuentes lluvias: las tierras del futuro Líbano, por ejemplo.
Mucho más tarde, ya en el Imperio Nuevo, algunos miembros de los altos estamentos poseían peones con una doble cara circular, de marfil, con el nombre de su dueño grabado. Así pues, se conservan piezas formadas por un disco de terracota esmaltada y policromada como base de unas figurillas que evocan algún animal benéfico -el guepardo, por ejemplo-, junto a otros discos que sustentan la imagen de un prisionero asiático o africano, con las manos atadas a la espalda, lo que debía de paralizar de antemano la actitud del sujeto.

«Conjunto de peones de juego. Todas las formas benéficas estaban permitidas. A menudo, los peones podían adoptar una forma circular o que recordara el perfil de una polea o de un silo para grano. En las piezas más cuidadas se inscribía el nombre de su propietario. (Marfil. I dinastía. Museo del Louvre.)»
El símbolo del guepardo.
Durante el curso de unas investigaciones sobre el bestiario egipcio, advertí muy pronto que, a excepción del leopardo, nunca se utilizaron animales de otros lugares como símbolo realmente benefactor. Este felino de cuello largo, de garras no retráctiles, con orejas redondas, pelo negro, y con dos marcas bajo los ojos cual grandes «lágrimas» fue conocido muy pronto en la historia de Egipto. Apareció al alba de los tiempos históricos, en las paletas rituales (y en el Imperio Medio en los «marfiles mágicos»), con el aspecto de un cuadrúpedo de cuello desmesuradamente largo que custodiaba una copela, destinada a contener algún ungüento valioso. Las alusiones al guepardo formaban parte de la decoración mágica de ciertos objetos, en su mayoría relacionados con la estirpe real: el cinturón de cadera, procedente del tesoro principesco de Dahchur (Imperio Medio), es un magnífico ejemplo. Se trata de una joya profiláctica de oro, cuya eficacia quedaba asegurada por una serie de cabezas de guepardo enfrentadas. (Demasiadas veces se ha bautizado a ese animal con el nombre de «leopardo».) Por lo demás, en el Imperio Nuevo, la cabeza de guepardo transmitía su fuerza protectora al taparrabos de ceremonia del soberano.
A decir verdad, esos guepardos, cazadores a la carrera y extremadamente rápidos, procedían del legendario país de Punt, la Tierra del dios (situada entre Sudán y Etiopía). No debe sorprendernos, pues, que la reina Hatshepsut, gracias a la expedición que había organizado durante el Imperio Nuevo hacia ese maravilloso país, no dudara en llevarse de la región de donde procedía Amón una pareja de guepardos «que nunca se separaban de ella». Estos animales eran dignos de recibir la carta de ciudadanía en el zoológico real. En nuestros días, podemos admirar, en una vitrina del museo de Basilea, una admirable cabecita de guepardo, de jaspe rojo, que no es más que un peón real con el nombre y título de la reina Hatshepsut. Con piezas de esa calidad, la soberana debía estar segura de ganar en el juego, sin esfuerzo y con gloria para la posteridad.
Las múltiples variantes del juego de la oca.

«Juego de senet. Como simplificación del juego de la oca, el senet evoca el recorrido del jugador a lo largo de treinta casillas. Éste, cuyo nombre significa «paso», era un medio mágico de ganarse el camino al más allá. (Tesoro de Tutankamón. XVIII dinastía. Museo de El Cairo.)»
En el transcurso del Imperio Nuevo, el juego de la oca conoció diversas variantes y simplificaciones. Abandonando a veces su forma originaria de serpiente, podemos seguir sus pasos hasta Inglaterra, donde volvemos a encontrarlo, esta vez como el «juego de la serpiente y la escalera». En otros lugares, se adoptó casi sin transformación alguna, pero la cabeza de la serpiente fue sustituida por la imagen de una oca. La mesilla de juego adopta en este caso una dimensión más reducida, como una caja rectangular de dos caras, con una serie de treinta casillas en una de ellas. Una de las casillas contiene tres signos de agua, que evocan el célebre pozo del juego de la oca. En la otra cara de la caja, normalmente de madera, un juego de casillas menos numerosas nos recuerda la disposición del juego de la rayuela, que, en el pasado, hacía las delicias de los pequeños alumnos de la «escuela primaria».
Reducido a treinta casillas, el juego se convirtió en el senet, nombre que deriva de una raíz relacionada con el concepto de «pasaje», apelativo muy merecido puesto que, en el mundo nocturno al que son arrastrados los fallecidos, este juego se utilizaba para facilitar el pasaje por entre los meandros de los que el difunto debía salir. Los escasos textos, desgraciadamente incompletos, que aludían a él, demuestran también su vinculación con el mundo ctónico.
Nofretari, André Malraux y el senet.

«Nofretari jugando al senet. Esta Gran Esposa real, favorita de Ramsés II, es representada sobre un fondo de espesos papiros que bordean el océano primordial. En efecto, el entorno es evocado por la tienda que la alberga, hecha con tallos de papiro. (Pintura. Tumba de Nofretari, Valle de las Reinas. Tebas oeste). XIX dinastía.»
Hace ya un tiempo, tuve el placer de acompañar a André Malraux por la tumba más hermosa del Valle de las Reinas, la de la reina Nofretari, la Gran Esposa real de Ramsés II. El entonces ministro de Cultura del general De Gaulle quedó literalmente pasmado ante una de las magníficas pinturas de la sepultura, en la que se ve a la reina sentada bajo un cenador hecho de tallos de papiro y entregada al juego del senet. «¡Pero juega sin adversario!», exclamó Malraux. «Sí, señor ministro -le respondí-, puesto que reside en el mundo invisible de los muertos. Ha regresado a las aguas primordiales, sugeridas por el refugio de papiro bajo el que está sentada. Para progresar en su andadura, tiene que vencer a adversarios invisibles. Y aquí puede usted contemplarla en plena acción».
Muy sorprendido por esta escena y por su inesperado significado, cuyo simbolismo poético debió de impresionarle, aquel hombre profundamente místico no podía apartarse de la imagen que tanto le había conmovido. Y siguió recordándola, según supe, hasta el final de sus días.
De la rayuela a los ritos de Pentecostés.
Durante varios milenios, el juego de la oca conoció una desigual aceptación. Transformado, comentado, explotado en todos los estamentos de la sociedad, a veces cambió de forma hasta el punto de que en Europa lo encontramos en las casillas trazadas en el suelo, por donde el niño debe avanzar a la pata coja para empujar una piedra desde la zona «Infierno» al «Paraíso» (es el conocido juego de la rayuela). Curiosamente, el jugador siempre intenta alcanzar la aparición de la luz y del sol.
En el plano místico, los esfuerzos de los sacerdotes debían desembocar, también, en el triunfo del sol victorioso cuando el cabildo de los canónigos, el día de Pentecostés, jugaba ritualmente al frontón en el laberinto de las catedrales. Es aún más reconocible la imagen, en relieve, del juego de la oca que adorna el suelo de la catedral de Bayeux. La forma originaria de la larga serpiente mehen nunca abandonó el juego circular, y pervive todavía en nuestros días con el nombre del juego de la oca, de la oca del Nilo, como testimonio del antiguo pueblo de Egipto y su empeño a lo largo de la historia en alcanzar la luz solar.
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El juego que personalmente me gusta es el senet!!