FRANK ZAPPA EN EL INFIERNO: EL ROCK COMO MOVILIZACIÓN PARA LA DISIDENCIA POLÍTICA.

Contraportada Frank Zappa en el Infierno: El Rock como movilización para la disidencia política.

Sinopsis: En 1988, Estados Unidos vivía el último año del gobierno de Ronald Reagan, que se había caracterizado por una profundización en las políticas conservadoras y por una mayor influencia de la derecha fundamentalista cristiana. Durante su mandato, la industria cultural también había sucumbido a estas dinámicas mediante un mayor y más sistemático ejercicio de la censura artística. La música rock fue el blanco preferido de los ataques de los sectores conservadores del país. Ante esta situación, el músico de rock Frank Zappa inició una gira de conciertos en los que animaba a los jóvenes a participar en las urnas para que la inminente cita electoral supusiese el fin de las políticas del partido republicano. De esta manera, Zappa incidía en la principal línea de actuación de su carrera: la preocupación por la movilización política de la ciudadanía y el papel determinante que ha de jugar el artista como un cronista de la sociedad de su tiempo. En este libro se analizan las respuestas que ofrece la obra de Zappa a los distintos estamentos del reaganismo en un recorrido que culmina en los años 80, pero que encuentra sus raíces en la crítica que realizaba el músico a los distintos aspectos de la política (Nixon y el Watergate, por ejemplo) y la industria cultural (el hippismo, el sistema de producción musical, etc.) en sus discos de los años 60 y 70.

Portada Frank Zappa en el Infierno: El Rock como movilización para la disidencia política.

NOTAS PARA UNA ESCUCHA DE FRANK ZAPPA COMO DISCURSO POLÍTICO:

En las primeras páginas de la autobiografía que publicara en 1989 en colaboración con Peter Occhiogrosso, Frank Zappa rechaza las leyendas que rodeaban su figura pública afirmando que él nunca había pretendido ser «un raro», que era la gente la que se empeñaba en definirlo como tal. Seguramente tenía razón, aunque no deja de resultar paradójico que la explicación de su «normalidad» comience con anécdotas como la siguiente.

Zappa cuenta como en torno a sus once o doce años, empezó a interesarse por la percusión y cómo le resultaba difícil avanzar en su aprendizaje, debido a la poca capacidad de previsión de los constructores que nunca piensan en insonorizar los apartamentos para eventualidades de ese tipo. Su afición no disminuyó y cuando, ya en plena efervescencia del nuevo sonido del rock’n’roll, hacia 1957, leyó en una revista un comentario sobre un disco basado únicamente en ruidos de percusión, tuvo una especie de revelación.  El comentarista describía el disco como «lleno de disonancia y terrible; la peor música del mundo». El joven Frank pensó de inmediato: «éste es de los míos». El álbum en cuestión contenía Ionización, la obra compuesta por Edgar Varèse en 1931, donde el músico, nacido en París en 1883 y muerto en Nueva York en 1965, utilizaba percusiones varias y sirenas de policía, con una voluntad explícita de evocar los sonidos cotidianos de la ciudad, en franco contraste con la elaboración de los sonidos de la naturaleza o del folclore que Debussy o Bártok (por citar sólo dos representantes de aquello que su música buscaba subvertir) intentaban traducir en música. Para Varèse, el trabajo del compositor contemporáneo debía consistir en considerar la música como «sonido organizado», libre, por tanto, de las ataduras académicas y de las ideas preconcebidas sobre las formas de organización musical. Eso no quiere decir que la obra de Varèse carezca de forma: todo lo contrario. Los sonidos con los que trabaja suelen constituir bloques sonoros y estructuras rítmicas fluidas y perfectamente definidas. No hay, sin embargo, melodía, en sentido estricto, o, si la hay, no ocupa el centro de la composición. De ahí que, en su madurez, llegase incluso a negarse a utilizar instrumentos de cuerda por considerarlos «demasiado expresivos» y pusiese especial énfasis en el uso de la percusión, añadiendo para ello a esta sección instrumentos poco usuales en una orquesta, tales como el tambor de cuerdas en Integrales), las sirenas (a las que se ha aludido, en Ionización) y varios instumentos del folclore indígena sudamericano.

Obras Completas de Edgard Varèse Volumen 1

Pues bien, con los escasos $3,75 en que consistía su capital, Zappa consigió convencer al vendedor para que le cediera un disco cuyo precio era de $5,95. «Total, debió de pensar el dependiente, nadie lo comprará si no; más vale rebajarlo que dejarlo pudrirse en el almacén». Con su nuevo tesoro, el joven Zappa se fue a su casa y colocó el disco en el tocadiscos familiar una y otra vez hasta que su madre le prohibió que volviera a ponerlo en su presencia nunca jamás. Sin embargo, mientras duró su estancia en bachillerato, en los años que siguieron a este episodio, Zappa siguió aferrado obsesivamente a su sonido. Incluso, cada vez que un amigo iba a verlo a su casa, le obligaba a escuchar el disco porque, pensaba, era un test definitivo para medir el nivel de inteligencia de la gente.

Los dos discos siguientes que pudo comprar con sus ahorros fueron La consagración de la primavera, de Igor Stravinsky y la Sinfonía, opus 21, de Anton Webern. Como el mismo músico reconoce en su texto autobiográfico, no tenía ninguna formación musical e ignoraba que hubiese diferencia entre una música llamada tonal y otra definida como atonal. La naturaleza de la música no surgía para él de las relaciones tonales (consonancia- disonancia) ni de doce notas o siete más 5, sino de un cierto orden que le permitía «entenderla» porque le gustaba el sonido que producía. Para él, todo lo que sonaba bien era bueno, se tratase de Varèse, de Stravinsky, de Webern o del cantante de blues Lightin’ Slim (porque, conviene subrayarlo, la otra obsesión del joven Zappa, frente al amor por los coches y la velocidad que atraían a sus amigos de instituto, era comprar discos usados de R&B).

Llegados a este punto, uno empieza a entender, quizá, esa extraña manía que siempre tuvo la gente de considerar «raro» a Frank Zappa. No suele ser el modelo de músico que circula por el mundo del rock. Porque, en efecto, si algo ha atravesado el pensamiento crítico sobre el discurso musical de la segunda mitad del siglo XX es una absurda división en dos bloques irreconciliables: por una parte, la música popular, manipulada por los medios de comunicación de masas, manejada por el dinero, los fetiches y el marketing; por otra la música clásico-contemporánea, propia de puristas, alejada del gusto popular, pero poseída por el estatuto de verdad que le sería propio. Son dos mundos que no se tocan y que parecen estar condenados a seguir habitando en la misma casa pero en habitaciones separadas.

Sin embargo, si alguien ha roto esos esquemas, en la medida de haber sabido vivir en los dos espacios, estableciendo una suerte, no ya de vasos comunicantes, sino de articulación más concreta entre ambos, ha sido precisamente, el «raro» Frank Zappa, para quien hacer música no era sólo un trabajo solitario de «artista» sino una manera de «pensar» las formas de la escucha, y de reflexionar sobre los modos sociales de su circulación, sobre la puesta en escena «corporal» de lo musical, así como sobre el diálogo interactivo entre composición e interpretación, en su sentido, no sólo de «ejecución», sino en el más amplio de teatralidad y fiesta de los sentidos. Desde esa perspectiva, si algo da coherencia, dentro de su variedad, a la (inmensa y extensa) producción de Zappa, más allá de su carácter contracultural y rompedor, o de su constante cuestionamiento irónico del show business, es la «unidad» de concepto que hace que piezas como The Perfect Stranger (la obra que Pierre Boulez dirigiría y grabaría en 1983), las adaptaciones para orquesta de sus propias partituras de The Mothers of Invention que dirigiría Zubin Mehta o las piezas más abiertamente centradas en el discurso del rock (Freaks, Chunga’s Revenge o Hot rats, por ejemplo) sean reconocibles como pertenecientes a una misma familia conceptual.

Dos elementos son significativos para proponerlos como centrales en su trabajo. En primer lugar, la idea, aprendida de Varèse, de que todo sonido, natural o artificial, institucionalmente aceptado o expulsado a las tinieblas exteriores del «ruido» del mundo, es susceptible de convertirse en tema musical por el hecho mismo de ser materia sonora. En segundo lugar, la asunción muy clara del carácter fronterizo de un trabajo donde se mezclan dos posiciones irreconciliables e irreductibles la una a la otra: la de un compositor, que debe controlar en todo momento la exactitud del uso que se hace con lo que compone y la de un intérprete, cuya misma existencia se basa en la negación de ese tipo de control por parte de quien firma la partitura original. Esa noción de control, a la que nunca renunció a lo largo de su carrera, Zappa la aprendió de Varèse. De hecho, John Cage acusaba en 1958 al autor de Ionización de ser un clásico, es decir, un «antiguo», por esa misma voluntad de control sobre sus intérpretes (algo que Varèse y Zappa siempre compartieron con Stravinsky).

Dice Cage: «Su manera [la de Varèse] de hacerlo (escribir directamente para agrupaciones orquestales, abandonando el borrador para piano y su coloración orquestal] estaba tan contaminada por su imaginación que llegaba a explotar los sonidos para sus propios intereses». Por eso, concluía Cage, «Varèse es un artista del pasado. En vez de tratar los sonidos como sonidos, los trata como Varèse».

De Zappa podría decirse otro tanto (si uno elimina las connotaciones negativas sobre «artista del pasado» que pronuncia Cage), en la medida en que su aproximación a la música «clásica» es la de un rockero que, sin embargo, ve el rock desde la perspectiva de un músico clásico, siendo en esa extraña mezcla donde se sitúa su irreductible novedad.

Es sabido que cuando un crítico atacó a Zappa de ser demasiado «cerebral» y no dejarse llevar por el elemento corporal, incontrolable en la euforia del espectáculo, ni por los efectos de la adrenalina liberada en los conciertos, propio de la música rock desde sus inicios —lo que daba, seguía el crítico, muy escaso relieve a sus solos de guitarra—, el músico contestó indirectamente uniendo centenares de solos de sus conciertos y publicando con todo ello un disco completo (Guitar, 1988).

Zappa nunca renegó del hecho de ser (ni de querer serlo) un rockero. No necesitaba, ni quería buscar la coartada de lo clásico para justificar un tipo de composición musical que debía justificarse en sí misma por su propia calidad, sin coartadas espúreas. Por eso, al igual que en el caso anteriormente citado del disco de solos de guitarra, hizo alguna incursión en el mundo del pastiche barroco, con plena conciencia del carácter autoparódico de la aventura.

Así surgió, por ejemplo, su sarcástico Lp sobre un supuesto compositor del sigloXVIII llamado Francesco Zappa (1763-1788), cuya música de cámara (Opus I y Opus IV), inédita hasta entonces, «por los problemas que tuvo en vida con su casa de discos» (sic) era finalmente accesible para un melómano contemporáneo. No se trataba, como en el caso del casi desconocido The Baroque Beatles Book, interpretado por el Baroque Ensemble of the Merseyside Kammer Musikgesellschaft bajo la dirección de Joshua Rifkin, de una forzada orquestación de melodías actuales, sino de un conjunto de piezas explícitamente escritas a la manera de.

El disco se presentaba como una interpretación del Barking Pumpkin Digital Gratification Consort, bajo la dirección de Frank Zappa. Lo importante de ese disco, como de muchas de sus intervenciones paródicas (la más famosa de las cuales fue el We’re Only In It For The Money respecto de Sgt-Pepper’s Lonely Hearts Club Band), era el hecho de subrayar que la música sólo existe, en tanto discurso institucionalizado, en el interior de las mismas instituciones culturales por donde circula y de las que recibe, en su caso, un nombre y una identidad.

En un contexto donde muchos de los músicos, en las dos direcciones, necesitan un cierto reconocimiento de la otra parte del público (Deep Purple, Emerson, Lake and Palmer o Rick Wakeman perpetrando insólitas incursiones «sinfónicas», -bien de modo directo, bien a través de lo que se llamó con bastante pretenciosidad «rock sinfónico»—, pero también Plácido Domingo cantando rancheras o grabando al alimón con músicos de la California hippie como John Denver o Carlos Santana, o Luciano Pavarotti maltratando canciones napolitanas con un derroche de voz innecesario), Zappa nunca actuó como si se tratase de dos mundos diferenciados. Lo que en otra parte Luis Puig y Manel de la Fuente Soler definieron como «culturas del rock», esto es, todo aquello que circula y funciona con la lógica de la industria del rock (desde Elvis Presley a los monjes del Monasterio de Silos o Hebert von Karajan, todos ellos aspirantes al Hit Parade sin distinción de género) presupone una tipología de consumo que, más allá de otras consideraciones, implica unas políticas de escucha y, en consecuencia, unos efectos también políticos de apropiación. Zappa siempre subrayó a lo largo de su trayectoria este carácter desdoblado que lo caracterizaba: artista que hace música/artista que reflexiona sobre los efectos de la música que hace. El desdoblamiento se puso por vez primera en escena en 200 motels, película hasta hace poco de difícil acceso, con Ringo Starr disfrazado de Frank Zappa y el propio Zappa al frente de la London Philarmonic Orchestra, el batería de The Who, Keith Moon, en el papel de monja drogadicta que finalmente asciende a los cielos, Lucy Oferall, la niñera de Zappa, como la groupie que seduce a un violinista aburrido y los vocalistas de The Turtles (Mark Volman y Howard Kaylan) haciendo escalas dignas del mejor Alban Berg.

200 Motels
Ringo Starr en 200 Motels, disfrazado de Zappa.

En este extraño film, donde se mezclan de manera a menudo confusa los problemas cotidianos de una banda de rock en gira con las anécdotas reales de The Mothers of Invention, ya había una explícita voluntad de mostrar los efectos sociales en el imaginario popular norteamericano (representado por la ficticia pequeña comunidad de Centerville) del mundo del rock, un mundo, como explícitamente afirmaba el personaje de Larry el Enano (Ringo Starr), en el que era más fácil salir del anonimato y ganar dinero que ser un muy bien preparado músico de la orquesta clásica convencional. La acidez
crítica de las posiciones estéticas y políticas de Zappa no alcanzaban todavía, sin embargo, el universo de la política gubernamental. El film fue prohibido en muchas salas de cine y los conciertos en directo cancelados en Inglaterra, acusados de obscenidad en las letras. Se trataba, en suma, de una transgresión percibida como tal fundamentalmente en el terreno de la moral pública.

Con el cambio de década entre los años 70 y los años 80, sin embargo, las posiciones de Zappa se radicalizaron y, como demuestra la apabullante base de datos de este libro, dicha radicalización le condujo a una búsqueda más efectiva de intervención política y social. El poder mediático es algo con lo que hay que contar en el mundo del simulacro en que nos movemos. A Ronald Reagan le hizo Presidente de su país y no deja de ser curioso que su sucesor en el cargo, alguien tan escasamente cercano a los intereses del universo rockero como Bush padre, intentase utilizar como reclamo en su campaña contra Clinton el Born in the USA, de Bruce Springsteen (quien lo impidió judicialmente) o que Václav Hável se fotografiase con Mick Jagger cuando era candidato a las elecciones checoslovacas, tras la caída del muro de Berlín. Frank Zappa era consciente de su función como icono cultural y quiso -y supo cómo hacerlo- utilizar su imagen de rock star como reclamo movilizador en un contexto tan escasamente concienciado como el de los EE.UU. de la era post-Vietnam y la llamada «revolución conservadora». Reagan accedió a la Casa Blanca desde su puesto de gobernador de California, de manera que Zappa conocía muy bien al personaje y los peligros que conllevaba la extensión a todo el país de sus ideas. Discos como Them or Us (1984) o Broadway The Hard Way (1988-89) muestran de un modo explícito cómo Zappa había decidido hacer de su trabajo musical una reflexión pública sobre las prácticas ideológicas, desde las letras (con referencias a los telepredicadores, a las religiones organizadas, a Nixon, Reagan o Bush) hasta las músicas (con parodias y citas continuas de bandas sonoras de cine y TV, fácilmente reconocibles por el público).

No es tampoco gratuito que en esos años, aparte de sus intervenciones en el Congreso en la que fue llamada Porn War, en favor de la libertad de expresión y contra la censura, utilizase sus conciertos para pedir a los asistentes que se inscribieran en las listas para poder tener derecho al voto.

Frank Zappa en las audiencias del PMRC (Centro de Recursos Musicales de Padres), un comité estadounidense formado en 1985 por las esposas de varios diputados. Su misión era educar a los padres sobre «modas alarmantes» en la música popular. Aseguraban que el rock apoyaba y glorificaba la violencia, el consumo de drogas, el suicidio, las actividades criminales, etc. y abogaban por la censura o la catalogación de la música. 

No pedía un voto determinado, sino el hecho mismo de que se comprendiese la importancia de votar. Era una propuesta, en ese sentido, contra la desmovilización más o menos programada de la sociedad norteamericana y, en ese sentido, más cerca de los postulados demócratas que de los del Partido Republicano, aunque, en principio no comulgase con ninguna de las dos organizaciones en cuanto tales. Su voluntad de reflexión excedía, con todo, del marco estricto de su propia comunidad. Dos proyectos nonatos lo certifican: 1) la propuesta que hizo al Ayuntamiento de Milán para componer una ópera para el campeonato mundial de fútbol (entendido como la nueva religión del siglo XXI), que acabó no realizándose por falta de presupuesto y 2) la propuesta de otra ópera, esta vez con motivo de los fastos de 1992 y en España, para lo que el músico se trasladó a Sevilla, al parecer con la finalidad de aprender guitarra flamenca.

Esta ópera tampoco vio la luz. Por lo que se sabe del fallido proyecto milanés y lo que es plausible pensar que habría en el sevillano, Zappa seguía interesado en escenificar las contradicciones de la sociedad actual en el contexto de la globalización. Este libro de Manuel de la Fuente se centra más en este aspecto político y sus avatares que en lo estrictamente musical, lo que lo hace particularmente atractivo y novedoso. Mientras el título remite a uno de los álbumes más vanguardistas musicalmente
hablando de su autor (Jazz from Hell, 1986), la perspectiva asumida por el autor al narrar la trayectoria del compositor prefiere decantarse por el territorio de los efectos políticos y discursivos de esa práctica. No es por ello un texto para musicólogos, pero tampoco para fans. Su posición dialógica en un contexto como el nuestro, donde suele definirse la incidencia real de una práctica en el terreno del imaginario colectivo, más que por sus efectos sociales de sentido, por las declaraciones de intenciones
de quienes las protagonizan, lo hace muy útil y seguramente será un punto de referencia necesario en el futuro, tanto en lo que atañe al personaje de Frank Zappa como para los estudios sobre la función política de la cultura popular.

INTRODUCCIÓN DEL LIBRO:

El estudio de las manifestaciones de la industria cultural producidas en los últimos años nos desvela una serie de características indicativas al respecto de su relación con la política y de la implicación de la tecnología en la velocidad de los cambios que se vienen produciendo en los distintos tipos de transacciones entre administradores y administrados. Basta con pensar, en este último punto, en el grado de ceremonia de entretenimiento con que cuentan los discursos políticos en la actualidad.

Así, para realizar un análisis de los discursos de la industria cultural hay que considerar su dimensión política, sea en su vertiente de legitimación del poder o como respuesta (de afirmación o de cuestionamiento o negación) al mismo. En este intercambio de ideas, los avances tecnológicos han adquirido un papel dinamizador de primer orden en el conocido fenómeno de la «globalización», definido como «un proceso dinámico de creciente libertad e integración mundial de los mercados de trabajo, bienes, servicios, tecnología y capitales» (De la Dehesa, 2001: 17), y matizado por el mismo autor en las desigualdades experimentadas en su aplicación. Lo que hace que, en definitiva, no podamos calificar este proceso de equitativo y homogéneo en las diversas prácticas de intercambio entre las distintas entidades políticas y estatales. En el ámbito cultural, por ejemplo, asistimos a unas dinámicas de aculturación caracterizadas por una cierta norteamericanización o, siguiendo el concepto de Ritzer (1996), «mcdonalización» de la sociedad. Esto es, una homogeneización cultural basada en la inserción, en las comunidades locales, de los modelos del sistema cultural norteamericano que, siguiendo unos criterios de supuesta eficacia y control de éstos, acaban difuminando los sistemas culturales de estas comunidades locales. Como ha señalado Fernández Serrato (2005: 100), con estas condiciones es imposible entender la actividad cultural como «negociación» entre iguales.

La globalización ha permitido que las prácticas discursivas y las acciones políticas cuenten con una rápida exportación. Esto libro se centra en los Estados Unidos, pero los rasgos definidos son, en gran parte, reconocibles en nuestro país. Nos hemos fijado en una época, la década de los 80, en que existía un importante debate político en torno a la configuración del discurso conservador. Es, de hecho, la década de la llamada «revolución conservadora», en que los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan en el Reino Unido y los Estados Unidos respectivamente marcaron unas pautas de actuación
que se mantienen vigentes en la actualidad. La relación directa entre política y medios de comunicación se vería de una manera clara en estos años. Y afectó a la industria cultural en tanto que ésta servía como mecanismo de expresión de las ideas del poder político. En un sistema mediático caracterizado por el control férreo de los distintos medios, cabría preguntarse por la posibilidad de la pervivencia de discursos alternativos a esta visión del mundo dominante. Desde este interés nos hemos fijado en el rock por su génesis como movimiento generador de sentidos de inconformismo y por cuanto vemos en este campo a uno de los principales activistas enfrentado al conservadurismo reaganiano: nos referimos al músico Frank Zappa.

Se trata, en las siguientes páginas, de ofrecer una visión global sobre las respuestas y soluciones que ofrecen lo que Jenaro Talens y Luis Puig (1999) han denominado «culturas del rock» a la eclosión de las prácticas discursivas reaccionarias de los últimos años. Para ello, se parte de un marco de estudio muy específico, la obra de Zappa, que se integra en un campo más amplio con un mayor número de implicaciones. El hecho de esta elección responde a que se trata de una obra que resulta significativa por sus respuestas a la industria cultural y porque cuenta con una proyección e influencia en diversos productos culturales posteriores.

El estudio parte de un corpus bastante amplio, y ha necesitado de varios procesos de selección en aras de una mayor concreción y operatividad. La obra de Frank Zappa está compuesta por unos 70 discos, muchos de ellos dobles. Además, realizó cerca de una decena de películas y concedió centenares de entrevistas, que consideraba parte de su obra en la medida en que constituyen una expresión de sus ideas. A ello hay que añadir un libro escrito a finales de los 80 y una serie de artículos sobre rock y sobre política. Una vasta producción que abarca cerca de treinta años de vida pública.

Pero toda esta obra gira en torno a una serie de nociones básicas que Zappa articularía en los años 80 en una idea nuclear: la defensa de la educación de la juventud como paso ineludible en la creación de una sociedad de ciudadanos informados e impermeables a las manipulaciones políticas de los grupos de extrema derecha. Para Zappa, el partido republicano, la derecha cristiana y la administración Reagan serían los agentes activos de esa extrema derecha que gobierna traicionando los principios constitutivos de la nación norteamericana.

No obstante, y en contra de lo que pudiera parecer a simple vista, Zappa estaba lejos de ser un activista de izquierdas. Definido a sí mismo como un «conservador práctico», su consideración del músico rock como un artista provisto de la responsabilidad cívica de ofrecer con su obra canales de información alternativos a los del poder se enmarca en su voluntad de activar el sistema, no de derruirlo. Su punto de partida sería similar, según ha reflexionado José Luis Pardo, a la de un puritano que reacciona escandalizado ante la pornografía de la política de su país. La obra de Zappa está planteada, en los 80, como un diálogo con la situación política del momento en un afán de
movilización política en el receptor.

La máxima expresión de este afán la encontramos en 1988. En año de elecciones presidenciales en Estados Unidos, Zappa salió de gira por el país (y posteriormente por Europa) con un cancionero en que se cuestionaban las actuaciones políticas del reaganismo. En los mismos conciertos, el músico realizaba pausas para que los asistentes se inscribieran en el registro de voto (paso ineludible para poder ejercitar ese derecho en EE.UU.). Tras la finalización de la gira, editó, semanas antes de las elecciones, un LP titulado Broadway the Hard Way en el que insistía en la necesidad de acudir a las urnas. Con éstas, y con más actuaciones que aparecen recogidas en este libro, queda claro cuál era, para Zappa, el objetivo del rock: la formación, a través de fórmulas de entretenimiento, de concienciación del potencial transformador de los jóvenes en la sociedad.

Frank Zappa: Broadway the Hard Way

Para analizar la dimensión social de la obra de Zappa, se ha considerado en este trabajo desde tres puntos de vista: el político, el mediático y el cultural. En estos puntos se enclava su discurso, expresado en las diversas manifestaciones de su obra: desde la edición de películas y discos, hasta su comparecencia en el Senado norteamericano para defender el derecho de la libertad de expresión en la música rock. En todas estas manifestaciones, se encuentra presente su deconstrucción de los discursos dominantes a través de un dispositivo irónico que busca la ridiculización de cualquier práctica entendida por Zappa como anuladora de la identidad. En el reaganismo tales prácticas quedarían desveladas por sus propias características discursivas, por los escándalos de corrupción de aquellos años y por los intentos por anular el sentido de disidencia de la cultura popular. No se trata aquí de realizar una historia exhaustiva del reaganismo, sino de incidir en los aspectos que encuentran su respuesta en la obra del músico norteamericano.

La obra de Zappa establece, así pues, un diálogo constante con la sociedad de su tiempo. En discos como el referido, Broadway the Hard Way, ordena los elementos de la realidad corrupta del reaganismo para concluir en la demanda de la superación de la «decadencia ética», la característica fundamental para Zappa de este momento político. Un momento al que denominó «el infierno» en determinados pasajes de su obra. Un infierno sólo soportable por la esperanza de su superación con
una mayor participación de la ciudadanía en los procesos democráticos del país.


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