EN BUSCA DE LAS FUENTES DEL NILO (TIM JEAL) SINOPSIS Y CRÍTICA.

«A mediados del siglo XIX el lugar de nacimiento del Nilo seguía siendo uno de los mayores misterios del planeta, como lo había sido desde la época de los faraones. Fue entonces, entre 1856 y 1876, cuando siete grandes exploradores, entre los cuales figuraba una mujer -Burton, Speke, Grant, Baker, Florence von Sass, Livingstone y Stanley- arriesgaron sus vidas compitiendo por desvelar el secreto de las fuentes del gran río, en una serie de arriesgadas expediciones, puntuadas por sufrimientos, enfermedades y muertes, que les permitieron revelar al mundo el corazón de un África hasta entonces ignorada.

Descubrieron lagos como el Tanganica y el Victoria, fueron los primeros blancos en llegar a los reinos de Buganda y Bunyoro, denunciaron el tráfico de esclavos y propusieron soluciones que, pensadas para mejorar la vida de los africanos, acabaron conduciéndolos a la sujeción colonial. Tim Jeal, premiado por los críticos por su biografía de Stanley, nos ofrece una apasionante visión, basada en nuevas investigaciones, de una gran epopeya.»

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Crítica:

«En 1960 Alan Moorehead parecía haber escrito el libro canónico sobre el asunto, El Nilo blanco. Desde aquella obra monumental no había habido ningún intento de abordar de nuevo el tema, pero Tim Jeal no sólo se ha atrevido a hacerlo sino que ha superado a su predecesor con una honestidad aplastante y con una herramienta de investigación esencial: la de no repetir datos que no han sido contrastados y no tomar por indiscutiblemente válidos los retratos de todos esos exploradores que se han ido acumulando a lo largo de más de cien años de investigaciones. Han sido tan repetidos que a ratos da la sensación de que se hayan acartonado en una versión hagiográfica de su valor.

Tim Jeal es la enésima demostración de que la virtud esencial del buen investigador es el sentido común (el menos común de los sentidos) y el talento para conectar causalmente sucesos aparentemente disparejos; el resultado es una maravilla de libro en el que los rostros de exploradores tan célebres como Grant, Baker, Florence Sass, Livingston, Stanley, Burton y Speke recuperan la vida que les faltaba, dudan, se enamoran, se traicionan unos a otros, sufren celos o son misteriosamente agradecidos. La empatía psicológica de Tim Jeal le convierte en un autor particularmente extraordinario, y su manera de disponer textos extraídos de sus investigaciones en una estructura narrativa eficazmente articulada en un escritor que parece haber aprendido las estrategias del género, más que de la academia, de las novelas de aventuras pero sin perder ni un ápice de su rigurosidad.

Escenificada en la segunda mitad del siglo XIX, la gran aventura nilótica es una historia que ha sido contada de modo parcial las más de las veces, en las biografías de exploradores y otras abundantes publicaciones —monografías y artículos— que, muy especialmente en el mundo angloparlante, configuran una disciplina sui generis. Al parecer, sólo una vez ha sido objeto de una narración global: en el célebre libro del australiano Alan Moorehead, El Nilo Blanco (reseñado en esta página). Todo un superventas y traducido a numerosos idiomas, El Nilo Blanco se resiente actualmente del comprensible desconocimiento por parte de su autor de una multitud de datos novedosos, surgidos en el más de medio siglo transcurrido desde su publicación original; datos que obligan a revisar algunas de las consideraciones y conclusiones vertidas por Moorehead. El escritor británico Tim Jeal (Londres, 1945) se ha hecho cargo de esta necesidad, con resultado encomiable. La búsqueda de las fuentes del Nilo (Explorers of the Nile, 2011), obra precedida por elogiadas biografías de Livingstone (1973) y Stanley (2007), es fruto de una indagación exhaustiva que da cuenta de los nuevos materiales, conjugando el rigor documental con una narración amena y cautivante.

Nos representa a semejantes personajes a escala humana, con sus extraordinarias virtudes y sus no pocos defectos, evaluándose su actuación de modo ponderado. Tim Jeal reivindica a unos y censura a otros con conocimiento de causa y con sentido de justicia histórica. Aunque no siempre irreprochable, Speke dista mucho de merecer la difamación de que ha sido objeto por tantos historiadores, explica Jeal, y le creemos. No era Burton el modelo de héroe victoriano admirado por generaciones, y es cierto que su carácter envidioso y vengativo, lo mismo que su incapacidad de admitir sus errores y los méritos de sus colegas, nos lo vuelven antipático. (Su proceder con la persona y la memoria de Speke rezuma mezquindad.) Los excesos de Stanley, en absoluto justificables, deben ser juzgados conforme el contexto en que se produjeron; contexto en que la lenidad y la pasividad podían resultar desastrosas. Junto a esto, el autor brinda unas cuantas pinceladas de la intimidad de estos hombres, sobresaliendo el fallido romance de Speke con una Venus africana y la novelesca historia de Samuel Baker y su amante –luego esposa-, Barbara Maria von Sass, una beldad húngara que el acaudalado Baker adquirió en una subasta de esclavos en Bulgaria. Rebautizada por su liberador como Florence, la joven mujer lo acompañó en sus correrías africanas y dio muestras de un temple y una resistencia formidables; tuvo la capacidad y la fortuna de sobrevivir a peligros que hicieron sucumbir a muchos varones.

La exploración del Nilo es una historia de contrastes, tanto en sus afanes como en sus realizaciones. Las motivaciones que impulsaron las expediciones africanas del siglo XIX iban desde el deseo de aventura y un algo de «malestar en la cultura» (del tipo que en las vocaciones artísticas inspira huidas y raptos de primitivismo como los de Rimbaud, Gauguin y Stravinsky), hasta el afán de expandir las fronteras del conocimiento, el comercio y la civilización. En el plano íntimo, un explorador y misionero como Livingstone podía sentirse tan acicateado por la idea de propiciar la abolición de la esclavitud como subyugado por los relumbrones de la fama y la gloria. Un Stanley, ansioso de consumar los proyectos humanitarios de su admirado Livingstone, aspiraba también a borrar su pasado y rehacerse por entero. El ansia de ponerse a prueba e ir «donde nadie más ha llegado» (nadie de piel blanca, se entiende), inscribiendo el propio nombre en la galería de los personajes heroicos, se alía en algún punto con un fogoso patriotismo y el deseo de obtener provecho material para los gobiernos y las naciones: el siglo es el de la expansión explosiva del imperialismo, el colonialismo y el capitalismo internacional. Los hechos que jalonan esta historia son, por su parte, un genuino muestrario de hazañas y de actos deleznables. Quienes acometían tan arduos trabajos, internándose en lo agreste en pos de uno de los últimos enigmas geográficos, eran individuos que competían por un premio mayor; las inevitables rivalidades y rencillas que entre ellos surgían podían desembocar fácilmente en «asuntos canallescos», según expresión de Speke. Además, la misma dificultad de la empresa entrañaba la posibilidad de incurrir en actos de violencia extrema; expoliar poblados y matar nativos significaba en ocasiones salvar la propia vida. Las privaciones y la lejanía de la civilización, con sus normas y sus comodidades, parecían desquiciar a algunos, quienes se volvían -o se revelaban- unos seres perversos; chocante es el caso de dos de los subalternos de Stanley, J. S. Jameson y el comandante Barttelot, todo un par de sádicos.

La parte final del libro refleja la concreción de un patrón histórico recurrente: los exploradores y aventureros dieron paso a los conquistadores y administradores. Al romanticismo de las grandes travesías siguió el tiempo de las maquinaciones imperialistas, esto es, el del reparto de África entre las potencias europeas y de las campañas de sometimiento. Animados por lo general de intenciones filantrópicas, aunque no siempre profesasen estima a los nativos —Richard Burton despreciaba cordialmente a los africanos de raza negra—, los buscadores de las fuentes del Nilo se hubieran sorprendido de las consecuencias que llegarían a tener sus esfuerzos por abrir el corazón de África al mundo. La administración británica, a ratos benevolente y a ratos negligente, reforzada por hechos brutales (la batalla de Omdurman, por ejemplo), se alternaría con las atrocidades perpetradas por Leopoldo II de Bélgica en el Congo, o el cuasi exterminio alemán de los herero. La vasta Ecuatoria fundada por Samuel Baker en el Bajo Nilo sería escenario de tremendos errores cometidos por administradores británicos, los que, en colusión con responsabilidades locales, incidirían en las guerras y matanzas del siglo siguiente: conflictos internacionales que involucrarían a estados como Egipto, Sudán y Uganda, una prolongadísima guerra civil (Sudán) y los horrores de una limpieza étnica (Darfur, en Sudán occidental). Livingstone, Speke y Stanley veían en la colonización el mejor medio, acaso el único, para hacer ingresar a los africanos en la corriente del progreso. Es cierto que la colonización europea del África Oriental puso fin al tráfico de esclavos (las redadas y matanzas practicadas por los traficantes árabo–swahilis amenazaban con exterminar la población aborigen), y que la introducción de medidas sanitarias y de orden público resultaron beneficiosas, pero es seguro que las consecuencias a largo plazo hubiesen decepcionado a los exploradores. Quizá pudiera anticiparse el triunfo de la realidad sobre las ilusiones en el hecho de que Livingstone y Speke, individuos humanitarios y responsables de la ampliación del conocimiento geográfico, jamás fueron recompensados por el estado británico, mientras que el general Kitchener fue generosamente gratificado con un título nobiliario y una cuantiosa suma por una campaña militar que acabó en la matanza de once mil guerreros mahdistas en una sola y desigual batalla, merced a la artillería y las ametralladoras.

El libro está razonablemente provisto de mapas e ilustraciones. Un volumen que enaltecerá cualquier biblioteca en que se lo aloje.»

Fuente: http://www.hislibris.com/en-busca-de-las-fuentes-del-nilo-tim-jeal/
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Curiosidades sobre Florence Baker, la mujer que les acompañaba:

«Hasta llegar a ser Florence Baker, esta mujer tuvo que atravesar la jungla de otra vida donde todo estaba cifrado en el más riguroso desastre.

Estrenó el mundo en 1841, en un pueblo de Transilvania y en el centro de una familia de origen alemán. Le asestaron por nombre el de Maria Barbara von Sass. La infancia se esfumó pronto en aquella párvula que aún perpetraba monerías al calor de la chimenea. Los excesos de la Revolución de 1848 la dejaron huérfana de casi todo, con la única compañía de un padre que asumió modales de gato furtivo y junto al que se instaló en el campamento de refugiados de Viden (Bulgaria). Todo en ella era fuga, sobresalto, escaqueo, susto…

Allí descubrió que a la crueldad de ver morir a cuchillo a media familia se le podían sumar algunos accesorios: el hambre, el frío, el desconcierto, el desprecio de los otros… Maria Barbara von Sass tenía ya incrustado en el ánimo un desolado alarido, pero aún faltaba algo. Una noche más allá de la noche.

Cuando ya se había acostumbrado a vivir en esa charca negra del campo de refugiados, dominado por tiranías muy salvajes, un grupo de tratantes de esclavos la echó a un carro tirado por dos percherones, la mantuvo durante un tiempo encerrada para engordarla a la manera de las ocas y cuando la muchacha ya tenía mejor contorno procedieron a exhibirla como una pieza de caza mayor en medio de una penosa mesnada de cautivos. A los 17 años, Maria von Sass era una estrella entre los esclavos que se ofertaban en los mercados. El turno le llegó en la plaza de Widdin (Bulgaria), donde se ponía precio a hombres y mujeres ante un público de corte salvaje que pujaba con entusiasmo.

María, sometida a todos los estupros posibles, estaba lista para ampliar el repertorio de algún harén. Pero el azar reventó su destino en el último minuto.

Un excéntrico millonario escocés, Samuel Baker (explorador, ingeniero, abolicionista y viudo), cuarentón e hijo de banquero, pegó un tajo a sus modales de cuello duro, decidió quemar las naves y aceptó la invitación del maharajá de Duleep Singh para entregarse al oscuro placer de hacer miles de kilómetros con el propósito de cobrarse unos cuantos jabalíes en las proximidades del Danubio, antes de llegar a Constantinopla.

Por un golpe de suerte remendadora, el día de la subasta Samuel estaba allí. Huroneó en aquella plaza de Widdin espantado ante el chamarileo infame. Y cuando dos buhoneros auparon a la joven Maria hasta un plinto hecho de cajas de verdura le saltó el muelle de la rabadilla. Una muchacha rubia. Un cuerpo llagado. Unos ojos color de miedo. Baker zanjó la venta en siete libras esterlinas, el precio de un saco de plumas de avestruz. Liberó a aquel ser atribulado. Comenzó a poner suavemente los cimientos para restituirle la dignidad. Le hizo asumir con dulzura que ya no habría más derrotas y jamás se volvieron a separar.

Maria se convirtió en Florence. Y su apellido, Von Sass, quedó atrás en favor de Baker. Florence Baker. Aprendieron a convivir. Aprendieron a quererse. Samuel quería viajar con ella por el mundo. Y ella quería comprobar lo que era el mundo. África se convirtió en su destino y establecieron una ruta de exploración por varios países, empujados por la ansiedad iniciática de descubrir las fuentes del Nilo, obsesión de buena parte de los aventureros de la Inglaterra colonial y victoriana.

Viajaron por Asuán, Jartum, Gondokoro (un almacén de esclavos y marfil). Sortearon meses penosos, enfermedades, ciénagas brutales, mosquitos como drones, brotes de malaria que combatían con pastillas de jalapo y calomel, ataques de fieras y la embestida de un rinoceronte. Se encontraron con los exploradores Speke y Grandt, que habían descubierto un mes antes el nacimiento del Nilo blanco en el lago Victoria. Se amaron. Se amaron con toda la combustión de los seres desplazados. Entre murmullos de ardor y jadeos de un placer antiquísimo. Era un escándalo de pura vida. Era 1860.

Florence, con pasaporte británico, tomó conciencia en África de lo que era la esclavitud y se empeñó en difundir la luz terrorífica del comercio de hombres y mujeres. Hubo un tiempo en que se pagaba menos por un humano que por una mula. Aquella muchacha sobrevenida en aventurera llevaba en el camarín de la memoria la humillación acumulada como un eco de botas con herrajes y chasquidos de látigo. Quizá de ahí le llegó la fuerza de no dejarse doblegar jamás y cruzar desiertos herméticos con el mismo coraje con el que se enfrentaba a los traficantes de seres.

Cuando la fiebre se apoderó de su cuerpo no dejó que se le fundieran los cartílagos. Y siguió caminando. Así hasta descubrir en 1864 el lago Alberto, donde ella dejó atado a un arbusto de la orilla una cinta de su pelo en un gesto tan cursi como caducifolio; y poco después el trueno líquido de las cataratas Murchison (que bautizaron así en honor al presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres). Estaban estrenando para el mundo otra fuente del Nilo a bordo de una canoa nativa hecha de troncos irregulares.

El de Florence y Samuel fue uno de los viajes más extremos de su tiempo. Poco después de alcanzar la meta, ella pasó 10 días en coma por una insolación, pero también a la blancura del coma se sobrepuso. Entre un pasado de mártir y un presente de apóstol, Florence escogió ser ella misma, sin heroísmo ni supersticiones.

Regresaron a Londres en 1865. Se casaron. Samuel Baker recibió el título de Lord, pero a la inesperada exploradora le escamotearon reconocimiento y fastos. La boba sociedad victoriana no aceptó el ideal insurgente de una dama que no amaba a más dios que el camino por hacer. «¿Llegué verdaderamente a las fuentes del Nilo? No fue un sueño. Tenía un testigo a mi lado; un rostro todavía joven, bronceado como el de un árabe tras años de exposición a un sol abrasador; malicienta y consumida por el esfuerzo y las enfermedades, ahora felizmente olvidadas; la devota compañera de mi peregrinaje a quien debo el éxito y la vida: mi mujer». Esto lo escribió Samuel en un diario que apareció envuelto en un delicado trapo de algodón en 1965.

Unos años después emprendieron otra expedición. Esta vez para intentar erradicar el tráfico de esclavos en las tierras del Alto Nilo. Pocos conocían mejor la zona. Y muchos menos habían sobrevivido a su condición de esclavos, como le sucedió a Florence. Ella guió buena parte de esta aventura con suprema autoridad. Iban a liberar humanos. Fue el último viaje. Ahora sí. Florence y Samuel Baker se establecieron en New Abbot (Inglaterra) en 1874. Allí escribieron y vivieron con todo el ajuar de su experiencia entre los parietales. Ella lo sobrevivió 30 años. Hasta 1926. Luego Hollywood manufacturó su leyenda a modo de cliché y dispensó en las salas de cine Mogambo. Pero la verdad de esta mujer es otra: la lección de vivir sin temor a esa expansión psíquica que propicia el saber que todo hombre tiene cifrados varios destinos.» Fuente: http://www.elmundo.es/cultura/2015/08/09/55c5dd3e22601d827b8b4573.html


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