EN BUSCA DE LAS FUENTES DEL NILO. RESEÑA DE LA INTRODUCCIÓN.

«Hoy día, suele darse por hecho que la motivación de los exploradores de mediados del siglo XIX eran la avaricia y el deseo de explotar África y a los africanos para obtener beneficios comerciales, o la dudosa satisfacción de ejercer el poder sobre los más débiles. En realidad, diez años antes del descubrimiento de diamantes en Kimberley y casi veinte años antes de que se encontrara oro en el Witwatersrand, las motivaciones de hombres como Burton, Speke y Grant eran muy distintas de las que tenían los administradores, militares y comerciantes europeos que fueron al continente negro en las décadas de 1880 y 1890, cuando ya estaba en marcha el reparto de África.

En las décadas de 1850 y 1860 lo que impulsó a aquellos hombres a arriesgar sus vidas con el fin de hacer «descubrimientos» tendría mucho más que ver con el deseo de aventura que con el afán de abrir nuevos mercados. En efecto, fue el deseo de escapar de lo que Stanley llamaba «esa vida superficial de Inglaterra, donde no se permite al hombre ser auténtico y natural» lo que atrajo a África tanto a él como a los demás. Sólo el «continente negro» y otros lugares salvajes parecían ofrecer a los individuos fogosos de los países industrializados la oportunidad de escapar de las fábricas, los despachos y las oficinas de las ciudades en expansión. Muchos se habrían identificado con el lamento de Rimbaud, tantas veces citado, antes de marchar de Europa con destino a Harar en Etiopía: «¿Qué vida es ésta? La verdadera vida está en otro sitio». Samuel Baker hablaba en sus escritos de su deseo de ser «un espíritu errante» y zambullirse «en lo desconocido». Cuando a Speke le concedían algún período de permiso mientras prestaba servicio en el ejército de la India, viajaba a las montañas del Tíbet o a Somalia, en vez de regresar a las insulsas tazas de té y el cotilleo social de Inglaterra. Y uno de los primeros misioneros en Nyasalandia (Malawi) señalaba un elemento esencial del atractivo de África: «El sentimiento de individualidad es el principal aliciente. En la incesante vorágine de la civilización el elemento personal se ha perdido de alguna manera en la masa. En las selvas de África eres el hombre en medio de todo lo que te rodea.»

Burton se hacía eco de esos mismos sentimientos, pero daba un paso nietzscheano más: «El hombre quiere viajar -afirmaba- y debe hacerlo o morirá». Como es bien sabido, decía a un amigo: «Después de empezar el viaje en un tronco hueco y tras haber recorrido varios miles de kilómetros río arriba, con unas perspectivas mínimas de regresar, me pregunto: «¿ Por qué? y sólo se oye un eco: «¡Maldito loco! […] Te lleva el diablo»». Hubo muchos otros exploradores que disfrutaron viviendo al filo de la navaja y que a menudo sufrieron profundas depresiones cuando regresaban a casa después de pasar largos períodos expuestos al peligro.

Para un hombre que había vivido su infancia en un asilo como Henry Morton Stanley, África ofrecía la oportunidad de transformarse a sí mismo y de asumir otra identidad con una misión nueva en la vida. Galopando por la sabana a lomos de su corcel blanco en busca del Dr. Livingstone, era un hombre literalmente reconstruido, una vez abandonadas su antigua personalidad y su antigua nacionalidad, que no deseaba (lo mismo que su nombre). En África, declararía, el espíritu humano «no es reprimido por el temor, ni humillado por el ridículo y los insultos […] [sino que] renace libre y sin limitaciones […] [e] imperceptiblemente cambia al hombre en su totalidad». Estaba además la sed acuciante de descubrimientos exacerbada de la curiosidad innata en todo ser humano. «Los descubrimientos son mi principal obsesión, confesaba Burton». Esa «obsesión» parecía relegar a veces a los exploradores a una especie distinta, separada del resto de sus congéneres por una resolución extrema y una capacidad extraordinaria de sufrir y arrostrar peligros. Pero dicha «obsesión» no tenía siempre un carácter masoquista ni tampoco era puramente egoísta. Speke describe cómo su determinación de convertirse en explorador lo «condujo a dedicarme a cazar, coleccionar cosas, confeccionar mapas y recorrer el mundo en general» hasta un punto en el que se sintió «gradualmente casado con la investigación geográfica». «Casado» era un término  bastante fuerte, y desde luego Speke estaba firmemente decidido a realizar observaciones científicas precisas aun cuando ello requiriera permanecer despierto toda la noche con un tiempo de perros hasta que se abriera un claro en las nubes que le permitiera calcular la posición de la Luna. También Stanley estaba dispuesto a confeccionar sus mapas con exactitud, fueran cuales fueran los costes personales que ello comportara.

Junto con los indudables sueños de gloria personal a través del éxito de sus libros y la promoción social, los exploradores del Nilo abrigaban en su mayoría una auténtica fe en que estaban llevando a cabo descubrimientos geográficos en beneficio del género humano en su conjunto y no sólo de sí mismos. Independientemente de que alcanzaran o no la fama, la hazaña de llegar hasta un lago, un río o una fuente buscados durante largo tiempo proporcionaba un gozo que era casi religioso».


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