EL FENÓMENO DEL NARCOTRÁFICO COMO OBJETO DE ESTUDIO DE LA ANTROPOLOGÍA.

Pablo Escobar.

Inge Helena Valencia (antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia y Doctora en Antropología en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París) y Diego Fernando Porras Marulanda (antropólogo social de la Facultad de Antropología de la Universidad Veracruzana), mencionan en sus estudios sobre el narcotráfico desde los recursos de la Antropología política-económica, social y cultural, que los desafíos frente al narcotráfico requieren reconocer la diversidad de actores que entran en relación (guerrillas, paramilitarismo, delincuencia organizada), así como la diversificación de actividades productivas (cultivos ilícitos) y lugares (espacios terrestres y marítimos) donde aquél se desarrolla.

Pasando también por reconocer que el narcotráfico no es un fenómeno externo a la sociedad. No es un mal que amenaza con destruir un ordenamiento social, sino que se encuentra imbricado profundamente en la sociedad y genera cambios en las estructuras de autoridad, en las formas de interacción entre los sujetos y las instituciones sociales, en los procesos de legitimación, en los patrones estéticos y de consumo, y sobre todo en el ordenamiento territorial. Estas situaciones nos permiten reflexionar y sugerir que tanto el estado como la sociedad deben enfrentar el narcotráfico abordando otras problemáticas como la desigualdad, la crisis de incorporación, y la manera como se gobiernan los no tan lejanos territorios “de frontera”.

Parafraseando a Diego Fernando Porras Marulanda, los principales trabajos antropológicos sobre narcotráfico están enfocados en la narcocultura. Los narcos, vistos en su dimensión social, forman una subcultura y se convierten en presa antropológica. (La vestimenta, el lenguaje, los apodos, el modo de vida). En Cali, Colombia, en los ochenta y noventa, cuando los narcos no eran perseguidos, la capital de la salsa bailaba sobre dólares y la narcocultura parecía tragarse la ciudad. Todos estos elementos de la vida cotidiana eran cercanos a los colombianos, visibles, inocultables. Curiosamente no es muy visible la literatura antropológica sobre el tema ni abundantes sus autores.

Un ejemplo de cómo el narcotráfico se ha incrustado en la cultura y la sociedad colombiana, es el ensayo del periodista y ensayista Omar Rincón, sobre la narco/cultura/telenovela como modo de entrada a la modernidad. En él cita textualmente:

«Soy colombiano y nunca he sido narco pero me siento parte de la cultura narco. Y es que desde los famosos años 80 el narco es un estilo de vida que siempre ha estado presente. Primero lo vimos aparecer en las calles, luego en la política y el fútbol, se hizo músicas, se manifestó en arquitecturas y terminó siendo la justicia: toda una manera de habitar la sociedad del capital. Al comienzo era un asunto de pobres feos, con el tiempo de feos y bellas, finalmente de ricos y famosos. En este contexto, un colombiano se convierte en experto para leer las huellas, los símbolos, los significantes de la narcocultura. Y, por eso, poco a poco fuimos viendo como México, Brasil y América Latina se convertían en territorio narco. Y para paradoja latina, el narco se hizo un modo de narrar telenovelas.

Así, llegamos al siglo XXI y nos encontramos integrados como latinoamericanos vía el narco: sus músicas recorren toda la región, su estilo de vida es el sueño colectivo del éxito, su moral es la que pega con la sobrevivencia, sus códigos son contados en literatura, cine y telenovelas, su modo de ascender es la ley. Y en ninguna encuesta nacional aparece como problema, y es porque esta cultura gusta en cuanto nos cuenta cómo somos: sociedades de sobrevivencia, sociedades de la exclusión donde solo se puede avistar el sueño de la modernidad vía lo paralegal. El narco permite pequeñas felicidades capitalistas; imagina progreso, libertad, igualdad; promete el confort del tiempo libre, las mujeres, el entretenimiento y la figuración social… Por eso es que afirmo que “todos llevamos un narco adentro”, lo cual no significa que seamos narcos: ni comercializamos, ni consumimos, sólo habitamos en culturas en que los modos de pensar, actuar, soñar, significar y comunicar adoptan la forma narco: toda ley se puede comprar, todo es válido para ascender socialmente, la felicidad es ahora, el éxito hay que mostrarlo vía el consumo, la ley es buena si me sirve, el consumo es el motivador de poder, la religión es buena en cuanto protege, la moral es justificatoria porque no tenemos otra opción para estar en este mundo

En su ensayo comenta que mucho se habla de lo narco como una ética pero su mejor autenticidad es estética. Lo narco, afirma, es una forma de pensar, y una ética del triunfo rápido, y un gusto excesivo, y una cultura de ostentación. Una cultura del todo vale para salir de pobre, una afirmación pública de que para qué se es rico sino es para lucirlo y exhibirlo. El narco tiene dinero y poder para tener tierras, mujeres y ser obedecido.

Con la narcocultura, comenta, surge otra división social del trabajo: el sicario o joven dispuesto a morir para salir adelante; la reina de belleza o mujer-trofeo que exhibe el poder del dueño; el patrón o jefe, que es el que da órdenes y distribuye justicias y éxitos; la madre-virgen que dignifica y justifica a sicarios, reinas y patrones. Y cuatro versiones estéticas: la sicaresca hecha de jóvenes y del vivir en la velocidad; la silicona que hace a las mujeres al gusto de los patrones; la de capos expresión de los patrones con leyenda propia; la de madres-virgen que dignifican y perdonan en nombre de dios en la tierra porque “madre solo hay una, padre puede ser cualquier hijo de puta” dicen en Medellín.

El narco es la oportunidad para los que nunca han podido entrar en la modernidad, por eso su sueño es simple: tener tierras, visibilizar su poder en las armas, expresar su modernidad en el consumo, derrochar el dinero en fiestas, amigos, autos y trago, y poder comprar lo que no se tiene: mujeres-pecado. Por eso si se quiere saber de qué está hecha la cultura narco solo hay que ir a ver sus mujeres, sus armas, sus fiestas, sus autos y sus haciendas/ranchos. Y es que la narco estética está hecha de la exageración, lo grande, lo ruidoso, lo estridente, la ostentación: una estética popular que se expresa en objetos, armas, autos, modas y arquitectura; exhibicionismo del dinero; el poder de la abundancia propia de quien no ha tenido nada; el poder de exhibir que se muestra en autos, viviendas, mujeres y joyas.

Sobre la narcoestética en la arquitectura, comenta en su ensayo, que según cuenta la leyenda, Chepe Santacruz, un famoso narco de Cali, cuando no lo dejaron entrar al Club Colombia de la llamada “gente de bien” mandó construir un Club idéntico para su familia y poco después compró a la gente de bien. Pablo Escobar, el mito, construyó un zoológico a campo abierto con animales africanos. Y así sigue la leyenda de baños de oro, dólares para encender cigarrillos y demás historias mágicas para la seducción popular.

Adriana Cobo, arquitecta que trabaja como profesora de la Escuela de Arquitectura y Construcción de la Universidad de Greenwich en Londres define la narco estética como “ostentosa, exagerada, desproporcionada y cargada de símbolos que buscan dar estatus y legitimar la violencia”. Afirma que esta estética en la arquitectura se caracteriza por “fachadas de portones griegos forradas de mármoles y enrejados dorados, carros estridentes y cuerpos de hombres engallados con oro y mujeres hinchadas de silicona”.

Lo interesante de Cobo es que pasa del prejuicio al análisis y propone ver la arquitectura del narcotráfico, más que «como un grupo de edificios ilegales y de mal gusto», como parte del «gusto popular, que la ve con ojos positivos y la copia, asegurando su continuidad en el tiempo y en las ciudades»; una especie de nuevo vínculo simbólico, de nuevo «sistema de cohesión social». Esa «estética ornamentada, ostentosa y desproporcionada» es un modo de encuentro para los colombianos que buscan estatus y reconocimiento, que solo se da vía el dinero y el ornamento. Cobo cree que en el caso colombiano «el simbolismo y la iconografía son importantes», lo mismo que «la estrategia de la copia», y que por lo tanto la arquitectura del narcotráfico no ha hecho nada diferente de lo que es la tradición arquitectónica colombiana. Es más: dicha estética se ha ido transformando; ahora, afirma Cobo, «ha cambiado la estrategia de la ostentación por la del camuflaje, en la medida en la que el comercio ilegal de drogas ha exigido diversificación, ramificación y ‘sofisticación’. El ornamento ha dado paso a superficies lisas y persianas de aluminio que copian las casas ‘modernas’ de ejecutivos jóvenes y destacados de grandes empresas, que a su vez son copias de residencias que podemos encontrar en revistas de arquitectura que vienen de Europa o Estados Unidos. Ya no se sabe quién copia a quién (…)».

O sea, que, lo narco no es solo un tráfico o un negocio; es también una estética, que cruza y se imbrica con la cultura y la historia de Colombia, en este caso, y que hoy se manifiesta en la música, en la televisión, en el lenguaje y en la arquitectura.

Respecto al lenguaje, el habla popular colombiana está llena de parlache, «parlar (hablar) en el parche (la esquina)». Los investigadores José Ignacio Henao y Luz Stella Castañeda recolectaron en su libro El parlache más de 1.500 palabras que componen este modo de hablar paisa-colombiano. Son modismos necesarios para nombrar las armas, el dinero, la sexualidad, las drogas, el aburrimiento y, sobre todo, la muerte. Un dialecto propio para poder comprenderse entre ellos. Nació en las clases populares con los sicarios (que matan por paga), se instaló en los traquetos (narcos de medio pelo) y lo habla quien se cree joven en Colombia. «¡Qué hubo parce!», «No sea faltón», «Suavena», «Sisas gonorrea».

Respecto a la narco música, Omar Rincón comenta lo siguiente:

«Los colombianos llevamos una ranchera mexicana en el corazón. Cuando la cantamos a lo colombiano la llamamos «música del despecho», donde los hombres amamos y lloramos. Y cuando se canta al narcotráfico es llamada «corrido prohibido». Corridos que mezclan ranchera con cumbia y crean un territorio simbólico con el corrido norteño mexicano. Así nace el verdadero relato del narcotráfico colombiano.«

El investigador mexicano Miguel Olmos Aguilera, explica que hoy los símbolos que representaban al héroe nacional no son los mismos. La figura indomable, pero benévola del personaje «tradicional» se transforma en el héroe-narco, altanero y prepotente. Los caballos son desplazados por trocas, «un carro rojo», un «Grand Marquis color gris», una «Suburban dorada» o un «Lincoln negro». El corrido de narcotráfico retoma los antiguos temas como el desafío, la ilegalidad y la traición de una mujer hermosa. Las nuevas letras se adaptan al antiguo corrido, encontrando rápidamente vínculos entre los traficantes contemporáneos y los héroes revolucionarios.

Las culturas populares son productivas en ritmos, relatos y emociones. Por eso, una forma facilista de la cumbia se mezcló con otra en estilo ranchero y celebración de corrido mexicano. Así, nace una forma musical gustadora, encantadora y seductora. Una en la que se le canta al amor lleno de balas, hombrías y traiciones. Una donde bailar es pegarse de la mamacita del momento.

Las estéticas de los corridos prohibidos expresan ese gusto narcolatino que quisieran esconder pero que aparece cuando tienen dolaretes. Estética hecha de nostalgia rural y mundos amarillentos colmex (Colombia-México), de modernidad de autos (BMW, toyotas y 4 x 4), Miami (descaderados y joyas) y otros cuerpos, unos más redondos y apretados (¡las flacas modelos para los ricos!). «Por fin, nos encontramos con nuestro nativo sueño gringo-mex-Marlboro, ese imaginario latino donde se mezcla lo popular con lo narco con lo gringo con lo mexicano con lo colombiano con el exceso Caribe. Por fin, podemos escuchar la música que nos gusta, esa de cantina que le canta al despecho y la valentía.«

Respecto a la narco TV, Colombia está mejor contada en sus telenovelas que en sus noticieros, expresa el maestro Jesús Martín Barbero. La telenovela es una esfera pública para pensarse como sociedad y es el modelo narrativo para comprender la política en América Latina. Si la telenovela es tan importante para disfrutar y pensar, si es lo que la gente más ve, si es su producto cultural más conocido en el exterior… ¿cómo son los colombianos según sus telenovelas de éxito?

Comenta Omar, que, «según lo que vemos en la telenovela de cada noche, somos una nación musical que ríe mucho y habita la narco cultura. El nuevo y sorprendente estilo, el tono y la textura de la telenovela colombiana reconocen explícitamente que vivimos la cultura del narcotráfico en estéticas, valores y referentes. Somos una nación que asumió la idea narco de que todo vale para salir de pobre: unas tetas, un arma, corromperse, traficar coca, ser guerrillero, hacerse paraco (paramilitar) o estar en el gobierno (si no, vea Pasión de gavilanes, Sin tetas no hay paraíso, Los protegidos, El cartel, La guaca, Inversiones ABC, y ya vienen El capo y Las fantásticas.) Según estas historias, todo colombiano lleva un narco en su corazón. Son relatos de la narco cultura que nos cuentan que es más importante un par de tetas que el esfuerzo del día a día y las ideas que imaginan proyectos, que hay que salir adelante como sea y a las que sea. Este, nuestro gran relato nacional, nos dice que por vivir aquí somos hijos del narcotráfico: de su modo de pensar (billete mata cabeza), de su forma de hacer (justicia es lo que yo pueda comprar), de su gusto y estética (el exceso y el grotesco), de su machismo (beber, tirar y matar), de sus mujeres producidas (diablas y grillas), de sus políticos (ignorantes que obedecen), de su presidente (montar a caballo antes que leer). Así se naturaliza en la tele la exuberancia de colores, formas, carnes y morales de nuestra realidad.«

«Nuestro producto estrella del siglo XXI se llama Sin tetas no hay paraíso, que documenta que para ser exitosas en Colombia las mujeres deben ser hembras y mamacitas, usar la silicona y no tenerle miedo a la cama; relato de celebración de las mujeres «mantenidas» que se venden a punta de sexo y cirugías; justificación pública de que en este país el cuerpo en las mujeres y el crimen en los hombres son maneras válidas de salir de pobres; historia de cómo, sin importar clase o región o religión, lo único válido es tener billete y gozar. Así, la marca Colombia tiene la silicona como estética porque habita lo narco como cultura.«

«Las tetas de silicona, las prepago (putas finas) y el mal gusto no son solo mafiosos ni paisas, abundan en todos los estratos y regiones colombianas y son la marca de la televisión. Y es que las tetas abundan en televisión, pues sin silicona no se puede presentar la farándula, ni se puede actuar en telenovelas (¡tetavisión!). La verdad es que, en Colombia, sin tetas no hay televisión. La televisión ha socializado el gusto mafioso, la verdad de silicona y la ética del billete.«


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